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Adiós A Todo Eso.

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(Por supuesto que el post está lleno de spoilers.)

Ayer terminó Mad Men, una de las grandes, grandes series de la reconversión de la televisión hacia un medio “elevado” que puede contar “historias complejas”. La realidad es que, a pesar de lo que digan los fanáticos de las series de televisión (nada más absurdo que “un fanático de las series”, así en abstracto) las realmente grandiosas son un puñado. Me refiero a aquellas cuya estructura dramática y sus personajes se sostienen de principio a fin y que, más importante, construyen un universo posicionado de forma perfecta y equilibrada entre el mundo que están intentando retratar y las obsesiones de su creador. Digo, son series que plantean un fresco histórico-social profundamente estilizado y que dicen algo no solo del período histórico en el cual están situadas sino también de las líneas de fuerza que conectan a sus héroes y villanos a su medio y entre sí. Mad Men es incluso peculiar en ese conjunto por el hecho de que es una serie que no recurre a muchas de las estrategias empleadas por otras para generar tensión. Es una serie que no tiene violencia. Es una serie donde la muerte cumple un rol muy diferente al de un cambio de velocidades dramático e introducción de un shock radical. Es una serie que no está preocupada con la “marginalidad” y los sectores oscuros de la contemporaneidad. Es una serie teñida de anhedonia, hedonismo, melancolía y nostalgia. Es una serie preciosa y conmovedora y acá nos preguntamos porque nos produce ese efecto.

1. Mad Men y los personajes.

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El primer motivo por el cual Mad Men atrapa, como cualquier gran narrativa, es por su rico panóptico de personajes. Son, a la vez, encantadores y repulsivos. A veces dentro de la misma escena, a veces dentro de la misma frase. Rezuman privilegio. Son todos millonarios. Son hombres y mujeres blancos en un período en el cual su condición social comenzaba a dejar de ser lo “normal” para comenzar a ser cuestionada por movimientos como los derechos civiles, el feminismo y la juventud. Se dedican a la publicidad, por dios. Y sin embargo no puedo evitar quererlos profundamente a todos.

Comenzando por Don Draper. Don es la imagen viva del egoísmo y el capricho. Es un hombre hueco, incapaz de ser feliz. Toda la serie se la pasa huyendo hacia delante, destruyendo sus relaciones, despreciando a sus colaboradores, bebiendo, fornicando con mujerzuelas, considerando que su propio bienestar y su propia crisis existencial son mucho más importantes que el ecosistema en donde vive, sus parejas, su propia profesión. Don recurre a la publicidad porque la publicidad, como él, vende una fachada falsa, y promete una satisfacción retrasada que nunca jamás llega. Él cree en la publicidad, cree en su capacidad para vender sueños, porque él mismo es un pedazo de madera que flota sin hundirse pero sin llegar a ningún puerto. Don es un vendedor nato, como se nos muestra cuando lo vemos vestido con un traje mugroso y mal cortado intentando encajarle abrigos de chinchilla a Sterling. Es una combinación perfecta de desesperación y suavidad.

Pero a la vez es atractivo, atrapante, no es un villano. Está tan perdido como todos en la serie (con la posible excepción de Peggy. Si hay algo por lo cual la relación entre Don y Peggy es tan poderosa es que la serie traza dos parábolas que se cruzan: la desaparición de Don Draper y el ascenso de Peggy Olsen, la única protagonista que sabe exactamente lo que quiere) y es absolutamente consciente de su propia mentira. Sabe que es un hombre hueco y sufre por ello. Don es un mamushka de simbolismos: es la industria publicitaria; es los Estados Unidos de post-guerra, donde los hombres dejaban de ser hombres y la misión divina del país comenzaba a corroerse lentamente; es la masculinidad clásica; es un marginal que finalmente alcanza El Gran Sueño Norteamericano y se percata que, en términos existenciales, es una estafa y solo le queda como alternativa la desaparición.

Por supuesto que la serie no es solamente Don. Casi todos los personajes introducidos a lo largo de estas siete temporadas son memorables. Sterling, el pícaro sinvergüenza que todos quisiéramos ser, puro Ello, sin culpa ni conciencia ni un ápice de nostalgia, la perfecta contraparte para Don. Peggy, por supuesto, la bella Peggy, con sus conflictos y su ambición y su lucha en contra de lo que la sociedad le dice que debe ser (lo más genial de Peggy es que, en el fondo, el deber ser no le interesa en lo más mínimo), su genio siempre poco apreciado que pareciera triunfar en el ambiente más adverso. Joan, uno de los personajes más frustrantes de la serie (más sobre ello abajo), pero sin embargo digna, compuesta, elevándose por encima de su entorno con despiadada eficiencia. Y por supuesto, el encantador y viboresco Pete Campbell. ¿Cómo explicar mi cariño a Peter Campbell? Es una basura, un trepador, un presuntuoso, un egocéntrico, un tipo que te apuñala en la espalda sin dudarlo ni un segundo, un niño creído atrapado en el cuerpo de un adulto pequeño. Y sin embargo cada vez que lo veo en pantalla quiero que se redima, quiero que las cosas le salgan bien. Me produce el efecto contrario al que le produce a mucha gente. Mientras todos se salen de la vaina porque su vida sea la punchline de una broma cósmica, yo solo quiero que Peter Campbell se vuelva el hombre que a menudo me parece ver debajo de sí. Algo similar me sucedió durante las últimas temporadas con Betty Draper, a quién, después de odiar durante muchísimo tiempo, comencé a ver más allá de su superficial histeria para encontrar madurez y sabiduría acerca de cuando las cosas se terminan.

Y después están los secundarios. El tristísimo Lane Pryce, tan acartonado y desesperado por encajar en el mundo de libertinaje y disipación de Madison Avenue sin darse cuenta de que lo único que está preparando es el terreno para su propia desgracia. Stan Rizzo, el esposo del trabajo de Peggy, siempre apoyándola, siempre estoico y divertido de buen humor frente a un mundo que sospecha que no tiene sentido alguno. Si hay algo encantador en la serie es haber mantenido ese vínculo solo en esos términos. Ginsberg, el pobre Ginsberg, tan acelerado, tan especial, tan parecido a un personaje de dibujos animados, movilizado por teorías conspirativas, una imaginación brillante y la tragedia más enorme del siglo XX, una tragedia que la serie solo sugiere. El patético Ted Chaough, que quiere convertirse en un “company man” y que lo dejen en paz, que quiere un poco de tranquilidad y no entiende la feroz competencia de Don Draper. La maravillosa Sally, demasiado inteligente y demasiado dañada para su edad. El freak de Glen. El inescrutable y procedente-de-otro-planeta Conrad Hilton.

Los personajes de Mad Men luchan por darle un sentido a su existencia y fracasan más de lo que triunfan. Surcan los años turbulentos en los cuales está situada la serie sin una dirección precisa. No parecen sometidos al arco de la Historia, sobreviviendo más que percibiendo los tiempos en los que viven. Lo cual nos lleva al segundo punto.

2. Mad Men y la Historia.

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Mad Men usa la historia de dos formas. Por un lado está “La Historia” (pronunciado con voz de Troy McClure). La historia grande, la narrativa de los años sesenta, la década que atraviesan estos sujetos con sus infinitos cambios políticos, sociales y culturales. Por otro lado está “la historia con minúsculas”, las relaciones que estos personajes tejen unos con otros.

La Historia está presentada de una manera precisa, nostálgica pero también difuminada. Precisa porque la estilización de la serie responde a los cambios de época y la dirección de arte es un mecanismo de relojería e incluso el tono genérico (en el sentido narrativo) de la serie se modifica de acuerdo al paso de los años. El Mad Men de la primera y segunda temporada, tan marcado por el melodrama, lo suburbano, las familias tipo años cincuenta, los trajes de corte clásico y botamangas justas, los zapatos brillantes y de taco de madera, las mujeres fatales herederas de fortunas, es un Mad Men que todavía está sacudiéndose la resaca de los años cincuenta. El Mad Men de las temporadas 3-5, con su espíritu optimista, las nuevas agencias surgiendo de la nada, Don Draper separándose y mudándose a la ciudad, donde todo está sucediendo, las oficinas de diseño redondeado y luminoso, la aparición del plástico como elemento de decoración, representa la mitad de los sesenta, su momento glorioso, antes de que las mismas posibilidades abiertas por la década se transmutaran en la condición de su crítica. La temporada seis (mi favorita) es el año 1968, la deconstrucción, el caos, la violencia, la Convención Demócrata de Chicago, los Beatles tocando Tomorrow Never Knows (y Don Draper, como el agente de la reacción que es, quitándola a los 20 segundos), las drogas, las barbas, los pantalones sueltos y estampados de colores de los hippies, las cuencas en el pelo, la mugre, California presentada como una mezcla de fiesta interminable y lado b siniestro del sueño americano, el horror cósmico de Manson acechando a la vuelta de la esquina, Don Draper sin dar pie con bola, su auto-destrucción, que es también la auto-destrucción de las esperanzas de una generación a manos de Nixon y Vietnam. Y, finalmente, la séptima temporada es la resaca. La resaca de los sesenta que coincide de forma perfecta con lo que se pensaba era su logro más destacable: la llegada del hombre a la Luna, evento que termina siendo un anticlímax, una especie de nota al pie que solo señala que a partir de ahí todo será peor. La séptima temporada son los pantalones pata de elefante, los bigotes, los sacos con patrones geométricos, el corderoy, el olor a empresariado tiburonesco y sin alma encarnado en McCann-Erickson, la sensación de que ese cuerpo que habían logrado construir llamado SCP se transforma en una multitud de islitas flotantes e individuales. El fin del comunitarismo.

Pero a la vez Mad Men tiene una relación con la Historia que es abierta y sutil. Es una serie empapada de diseño, pensada en cada milimétrico detalle, que respira el clima de los años que presenta y contagia su nostalgia logrando que uno quiera estar en esa montaña rusa, vivir exactamente esos mismos diez años, a pesar de saber que va a terminar hecho mierda, solo y quebrado. Pero, por otro lado, los grandes eventos son más bien utilizados como telón de fondo para la agitación interna de los personajes, que nunca se percatan de los tiempos que están viviendo. Una de las escenas más comunes de Mad Men es algún protagonista contemplando un evento importante en la televisión sin prestarle del todo atención. Como en la vida real. Además está plagada de anacronismos en su uso de la música y de ciertas referencias culturales, cosa que demuestra que para Weiner, a diferencia de lo que perciben muchos críticos, la textura histórica es solamente otra caja de metáforas, no un compromiso anal con su reproducción. Si algo tiene Mad Men de genial es que la Historia funciona como un estallido cuyos ecos emocionales reverberan desde lo personal hasta lo general. De allí procede su maestría en el empleo de la melancolía.

La historia con minúscula se expresa en las relaciones tejidas entre los personajes. En esto también parece una obra pensada con enorme detallismo. Porque es la única serie toma una decisión estructural-narrativa inicial (esto va a suceder en diez años) con el objetivo de aprovechar el paso del tiempo para construir lazos profundos entre sus protagonistas. Lazos que tienen el peso de la historia. Entonces la elección paga enormes dividendos. Es algo que la serie sabe y con lo cual juega. El equivalente a fan service en Mad Men es otra escena entre Don y Peggy, más llena de saudade, más pletórica del entendimiento que comparten, pero a la vez cada vez más diferidas, distanciadas, con un abismo que crece entre ellos a través del tiempo.

Pero no solamente Don y Peggy están sujetos de este modo. Cada relación que se establece a lo largo de la serie sufre los embates de los años. Es por ello que un capítulo como The Better Half, en donde Don y Betty tienen sexo por última vez, es tan devastador. Porque en el medio de ese encuentro que ya no posee ninguna ilusión ni ninguna perspectiva de recuperación de esa pareja se trasluce toda la desilusión del tiempo pasado, el momento en el cual quién te acompañó se vuelve no un extraño, sino algo peor, una impresión traslucida que no sostiene tu atención. Y eso es solo posible porque observamos la relación de Betty y Don en su lenta desintegración y las consecuencias de esa desintegración.

Es por ello, también, que cuando aparecen personajes secundarios olvidados en circunstancias completamente diferentes su transformación no parece dictada por las necesidades de la trama sino por el simple pasaje del tiempo. Kinsey convertido en hare-krishna, pero igual de perdedor. Danny Siegel como un productor exitoso de Hollywood. Duck Phillips desesperado, desarrapado y con olor a alcohol.

Mad Men es una serie que somete a sus personajes a la entropía temporal. Las relaciones se deterioran, se construyen y se destruyen, ellos simplemente sobreviven, de la mejor manera que pueden, sin percatarse que la acumulación de sus pequeñas acciones mezquinas contribuye al desenlace de sus relaciones. Mad Men no está basada en el “gran momento de revelación” que hace que las cosas se arreglen o todo vuelva al status quo. El conocimiento mutuo no redunda en la sinceridad o la empatía abierta, sino en fugaces momentos de comprensión separados por un abismo mientras cada uno está demasiado entrometido en su propia historia.

3. Mad Men y la literatura.

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Mad Men es una serie por completo literaria. No solamente por el recurso constante de sus guionistas al simbolismo, la metáfora, la alusión, la elipsis, la metonimia y los diálogos estilizadísimos que sugieren más que comunican su contenido. Sino también porque todo su tono se encuentra adaptado de la gran tradición literaria norteamericana de principios del siglo XX en adelante.

Uno, en primer lugar, piensa que las referencias más certeras son dos escritores que marcaron de forma indeleble el desarrollo posterior de la literatura norteamericana: Raymond Carver y John Cheever. De Carver toma la profunda melancolía de los personajes que encuentran que su vida no tiene rumbo y la frecuente inclusión de acciones y decisiones que parecen motivadas por el puro impulso y la incapacidad de verbalizar su sufrimiento. Por ejemplo, cuando Don se escapa de la fiesta de cumpleaños de Sally en el tercer capítulo de la primera temporada y da vueltas por los suburbios y la ciudad sin demasiado sentido, buscando una torta. Pero los sujetos de los cuentos de Carver en general son las clases menos privilegiadas de Estados Unidos. Hombres y mujeres apenas de clase media, alcohólicos y poco comunicativos, aferrándose a lo poco que tienen con dientes y uñas.

De Cheever, entonces, Mad Men adopta su sujeto sociológico, sus burgueses clase media, sus padres de familia y amas de casa ascendentes en riqueza que sufren por esa misma vida que se les ha machacado que es el final digno y coherente de su existencia y de pronto descubren por completo vacía. De modo que se entregan a los secretos o la locura o el alcohol como forma de rellenar esa fachada.

Pero luego de observar estas influencias que a primera vista parecen obvias, se encuentran una multitud de nuevas señas literarias. Como por ejemplo la historia entera de Ken Cosgrove, el ejecutivo de cuentas que desea ser escritor y publica sus historias con seudónimo. Y que progresa de intentar ser un escritor “serio” con cuentos reproducidos en The Atlantic a un escritor de ciencia ficción con premisas que parecen arrancadas de su vida diaria en la oficina. De Salinger a Sturgeon y Bradbury. O, mejor aún, a Alfred Bester, otro creador de ciencia ficción que se encontraba, muy a menudo, feliz prestando su pluma para “grandes corporaciones” de radio, televisión y prensa, día tras día, sosteniendo su prosa personal como una curiosa indulgencia. Como dijo mi compañero de blog Esteban “Su historia del hombre con una banda miniatura es algo que me gustaría leer”. El propio ocultamiento de Ken a través de un seudónimo parece una metáfora para su desplazamiento hacia un género famoso por construir pantallas de humo futuras para hablar de los problemas del presente.

Mad Men también cuenta con una multiplicidad de escenas y capítulos que se leen como historias cortas. El más célebre y hermoso, sin lugar a dudas, es The Suitcase, el episodio donde Don y Peggy se encierran en una habitación para armar una campaña para Samsonite de último momento, beben, ven la pelea de Ali contra Liston, se confiesan cosas y básicamente se conocen como solo la intimidad del agotamiento y lo nocturno puede brindar. Pero también toda la trama del viaje de LSD de Sterling y Jane en Far Away Places, con sus cortes temporales y su desorden de la perspectiva. O el capítulo donde Don y Betty viajan a Italia y descubren que a su relación le queda poco tiempo. El paseo de Glen y Sally por el Museo de Historia Natural. La última visita de Pete Campbell al hospital donde se encuentra su “amante” Beth y toda la magnífica conversación que sostienen, una obra maestra de la elisión. O el meltdown final de Don frente a los ejecutivos de Hersheys, la revelación de su vida infantil, en un acto de autodestrucción, patetismo y liberación. La fiesta de la tercera temporada con la cortadora de pasto que culmina con el recorte del dedo de un ejecutivo. Todos cuentos brillantes.

Mi favorito, sin embargo, es The Crash, ese capítulo maravilloso donde un montón de ejecutivos y creativos de SCP se inyectan con una droga de dudoso origen provista por Jim Cutler y terminan experimentando un fin de semana de trabajo completamente sacados de la mente, durmiéndose y despertándose sin tener conciencia de que pasó en el medio, corriendo por las oficinas, bailando tap y teniendo lo que pareciera ser alucinaciones. La estructura del episodio, con su desorientación temporal y cortes bruscos, me recuerda a Matadero 5 de Vonnegut, libro con el cual comparte su perspectiva absurdista de la vida, los recuerdos, el trabajo, el pasado y el futuro.

Incluso la experiencia de Don Draper en Corea, quizás la parte que más me fastidia de la primera temporada, tiene un aire a un Hemingway culposo, una narrativa de momentos minúsculos, contados con las menores filigranas. Y lo que sucede con Don en sus frecuentes escapadas a Los Ángeles y, en esta última temporada, su progresivo abandono de todos los significantes de la identidad que construyó, es algo muy beatnik, muy Kerouac, de quién Don parece ser un admirador secreto y cuyo góspel de la carretera, la libertad, los amplios caminos de América, parece atraerlo como la última salida, el último escape, una vez que todo lo que intentó ha fracasado (a pesar de que la representación de los beatniks en la serie sea mayormente negativa, como en general es retratada toda la cultura juvenil).

Mad Men canibaliza la historia de la literatura norteamericana del Siglo XX para producir una narrativa que contiene toda su emocionalidad oculta, sus trucos y de ese modo lucha por su lugar dentro del canon escrito.

4. Mad Men y el oficio.

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Esta es una serie sobre una agencia publicitaria, por lo tanto hay una representación de un mettier, un trabajo, una forma de vida, reaccionaria, conservadora y manipuladora. Sin embargo también aspira a rescatar los momentos de brillantez de ese oficio. Mad Men oscila, en su representación del trabajo, entre una visión de la agencia como una fiesta continua y como una maquinaria perfecta. Es la división, teórica, entre los costados creativos y ejecutivos de la agencia, aunque estos campos se cruzan todo el tiempo.

A mitades del Siglo XX la publicidad no solamente era una industria gigantesca sino también conservaba su enorme aroma a respetabilidad. Era una empresa conducida por hombres de verdad, de traje y corbata, que sabían beber y comer y que habían sobrevivido al menos a una guerra. Era el lugar adonde los artistas hambrientos, los dibujantes de historieta, los caricaturistas, los animadores de pacotilla y los ilustradores buscaban empleo bien pago, considerado como un escalón muy superior a las mugrosas revistitas en donde estaban obligados a publicar. La serie escenifica el paso de esta condición, un espejo por otro lado de los grandes capitanes de industria a quienes venden sus servicios, a una visión de la industria publicitaria marcada por dudosa moral, crapulencia y ética inexistente. Ginsberg es el personaje que mejor ejemplifica el dilema moral al que la serie somete a sus personajes “creativos”. Su quiebre psicótico final representa la misma crisis de consciencia que sufrieron muchos artistas con respecto al trabajo publicitario a partir de los años 60.

A la vez, la manera de representar el oficio publicitario en Mad Men está igualmente dividida entre la idea de la inspiración divina y la idea del trabajo duro y constante, el lento reducir a polvo de las ideas y las inspiraciones a través de la diaria concurrencia a una oficina. La oficina, sin ir más lejos, es EL lugar donde se desarrolla Mad Men, prefigurando estos tiempos de sacos de carne retenidos en cubículos por compañías que se apropian de su tiempo. Cada mudanza, cada cambio de lugar, cada asignación espacial es un signo del paso de los tiempos, es una crisis, es un reordenamiento de las relaciones de poder en el interior de SCP. Las fiestas son allí, los encuentros amorosos son allí, los hombres no vuelven a sus casas y las secretarias son una pantalla y un ejército silencioso.

Por otro lado está Don Draper, quién piensa de manera lateral, quién puede pasarse todo el fin de semana bebiendo con dolor de muelas para llegar con una idea genial a la reunión de pitcheo. Aquí Mad Men parecería estar diciendo que un hombre de genio, una excepción, es capaz de elevarse por encima de lo grisáceo y aburrido de pertenecer a una casta ejecutiva seductora pero en última instancia acartonada y geométrica. Pero, pregúntense a sí mismos, luego de la quinta temporada ¿Cuántas veces vemos a Don realizando un pitcheo brillante? La deconstrucción que la serie realiza de su personaje principal también alcanza a sus poderes sobrenaturales, y su vida disoluta y su negativa a trabajar como una forma de reducción de su individualidad es lo que finalmente causan su caída.

En última instancia la pregunta que se hace Mad Men con respecto al mundo que retrata es si hay algo allí capaz de aspirar a lo sublime. Y la respuesta que encuentra, al principio planteada tentativamente, pero luego, con cada capítulo que pasa, martillada de manera constante, es que no, que es una fábrica de ideas, un corset. Quizás también por ello el final de Peggy en realidad no es tan positivo, ya que demuestra ser, a través del trabajo duro y su creatividad, la más brillante escritora de una industria que se especializa en vampirizar la creatividad.

5. Mad Men y las mujeres.

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Hay algo progresivo y conservador, optimista pero frustrante, acerca de la visión de Mad Men de las mujeres (algo que también se comprueba en la forma en que ilustra la lucha por los derechos civiles afroamericanos). La respuesta fácil consiste en achacárselo a su representación de época. No eran tiempos muy progresistas e iluminados para las aspiraciones femeninas. Una época en la cual la palabra feminismo no había escapado más allá de selectos círculos académicos. De una manera similar a Deadwood, Mad Men presenta a sus protagonistas mujeres con un techo asfixiante de muy fácil alcance. Pero hay otra explicación y es que simplemente, a pesar de sus excelentes damas, es otro drama que está contado sobremanera desde el punto de vista de los hombres en el poder. Ellos son las estrellas.

Esto se observa de forma constante en la manera en que la serie maneja a Joan, que es muy diferente de cómo maneja a Peggy, a quién esencialmente masculiniza con el precio de recordar constantemente que esta masculinización le permite ser independiente, creativa y sardónica, pero a la vez le está haciendo perder algo. Algo que ni siquiera es una metáfora, sino que es un hijo que se desarrolla a lo largo de la primera temporada. Joan, por el contrario, es un personaje que se define por su exuberante e impecable femeneidad. Mad Men se encuentra en una encrucijada frente a ella. Porque también es un personaje eficiente, inteligente y capaz. Pero debido a los tiempos en los que transcurre la serie, si le dan el final feliz que se merece por su capacidad, entonces se ve un tanto “irreal”, un tanto como un cuento de hadas. Pero a la vez si la serie no reconoce su habilidad y su crecimiento como una ejecutiva, la totalidad de la misma se sentiría misógina y ofensiva. Entonces oscilan entre estos dos extremos de manera continua y terminan tratando a Joan como un objeto con agencia. Muchas de las decisiones que toma se encuentran basadas en su propios deseos y ambición, pero los hombres que encuentra en la serie la siguen contemplando como un bombón despampanante y queriendo emplear su cuerpo como moneda de cambio. De todos los personajes de Mad Men, creo que Joan es la que se merecía un tratamiento mejor.

Algo similar sucede con Megan, ese extraño ente llamado Megan. Al principio aparece como el avatar de la juventud, lo nuevo, la alta costura, lo pop, la chanson française. La presentan como el perfecto antídoto contra Betty Draper, la muchacha que puede cuidar de Don en su peor momento. Pero una vez que se casa con él sus aspiraciones se vuelven enmarañadas y confusas, desciende a un nivel de capricho incomprensible. Don ayuda, por supuesto, Don ayuda siempre a arruinar a las mujeres de su vida (a pesar de que a menudo sean ellas las que lo terminan dejando ir o expulsando: Rachel, Betty, Sylvia) pero hay algo de Megan que se vuelve aniñado y extrañamente inquietante a medida que avanza su historia. Y, a pesar de que buscan pintarla como una mujer independiente y con sus propios sueños, termina dependiendo de Don para casi todo. Uno de los momentos más tristes del final de la quinta temporada es Don alejándose atribulado del comercial en el que está actuando Megan, sabiendo que él preparó todo y que su relación jamás será igual.

En cambio Betty termina fortaleciéndose por su negativa a volver a dejar entrar a Don en su vida y por su dignidad final. E incluso allí su fortaleza se encuentra vinculada a los hombres, con solo su pragmatismo y frialdad como cualidades propiamente suyas. Y Sally es una incógnita. Y eso es lo más lindo de ella. La serie parece indicar que en su futuro ese límite que plantea para sus equivalentes adultos no será tan férreo, pero lo que puede condenarla es algo mucho más individual: sus padres y su similitud a ellos. Sally es una hija del divorcio y el desinterés paterno y abre una grieta con respecto al mundo del cual proviene su madre, “marcha a su propio ritmo” pero tampoco la hemos visto dotada de ambición. Eso puede que sea su condenación o su salvación.

6. Mad Men y la muerte.

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Al principio dije que la muerte en Mad Men no funciona como en otras series, donde la eliminación de personajes es un peligro constante y sirve para aumentar el drama y acelerar la acción. No, aquí estamos tratando con hombres y mujeres de mediana edad en Nueva York de los sesenta, es difícil que les disparen o sean atravesados con una espada. Pero la muerte cuelga sobre toda la serie como una sombra persistente. Desde el momento en que la identidad de Don Draper está ligada con la desaparición de la persona a quién le pertenece originalmente. Don está vistiendo las ropas de un fantasma, y esto es algo es remarcado de forma insistente.

Además, Don es continuamente contrastado con personajes a los cuales da la espalda causando su suicidio. La imagen más poderosa que Mad Men produjo sobre la muerte también es una de las más banales y crece del propio entorno de la serie: una puerta que no se abre en una oficina cerrada, la necesidad de espiar por la ventanilla superior de un cubículo. Lane Pryce y su hermano ahuyentan a Don de forma palpable y quizás por ello es que parte de los fanáticos esperan un desenlace similar para el protagonista.

Cada muerte en Mad Men solamente puntúa el tono elegíaco de la narrativa y la creciente soledad de su personaje principal. Anna Draper, su amiga y cómplice. Bert Cooper, algo así como su mentor reacio, el tipo que mejor se desembaraza de Draper y menos le interesa al encontrar toda su aura de hombre de misterio innecesaria y aburrida. Finalmente Betty Draper, su primera y más duradera apuesta a la felicidad. Las desapariciones conectan con la quieta tristeza que va creciendo a medida que avanza la serie. Son irreversibles y sirven para remarcar que finalmente el riesgo más grande que corren estos personajes provee de ellos mismos y, sencillamente, del tiempo. La muerte es el pasado, representado de forma clara por la guerra, pero también es el futuro, en la forma de la computadora, la automatización, el abandono de la publicidad como arte posible, el fin de una década cargada de sueños. Lo fascinante de cómo ha funcionado la muerte en este último tirón de episodios es que Mad Men ha colapsado en sí misma. Es el final de una era, el final de la serie, el final de las historias puntuales de cada personaje y el final de Don Draper. Una vez más funciona como una mamushka de sentidos.

Y esta muerte me afecta de forma directa. Durante muchos años fui un firme detractor de Mad Men sin verla. Me parecía una telenovela aburrida para gente que apreciaba el diseño por sobre la historia. Luego inicié su visión y la primera temporada me aburrió muchísimo, no soportaba sus ínfulas de melodrama (nunca me fue fácil el melodrama, un género que no entiendo). La segunda temporada, con su aparente falta de rumbo, me desesperó aún más. Pero luego con la tercera algo hizo click. Y me entregué con el fervor de un converso. Ahora pienso en las primeras temporadas y creo que tienen un sentido estético y narrativo perfecto. Y me encuentro por primera vez por ver el final de una Gran Serie en tiempo real. Y pienso cuanto voy a extrañar a estos personajes, a sus particularidades, a sus peleas verbales, sus desencuentros, sus egoísmos, sus sonrisas, sus caminatas a lo largo de pasillos interminables, sus borracheras. Cuanto voy a extrañar el agujero existencial en el corazón de la misma. Creo que es una serie muy triste. Porque propone que la satisfacción es algo ilusorio. Si hay una serie que sabe que las cosas se desmoronan y terminan y que la vida es una carrera con un final aleatorio es Mad Men.

Escribo esto sin haber visto todavía el capítulo final ¿Cómo imagino el desenlace? O, mejor dicho ¿Cómo imagino el futuro de esos personajes? Los imagino entrando en los setentas, cada uno en su habitación, vestido de forma impecable, sosteniendo una copa de cristal llena de champaña, en soledad, con las luces de la tarde que caen mientras se enfrentan a otra década llena de esperanzas trocadas en desengaños con la dolorosa conciencia de que la vida no culmina cuando culmina la ficción.

La entrada Adiós A Todo Eso. aparece primero en El Baile Moderno.


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